Contemplación y Verdad-Bondad-Belleza

"En la intersección de estos tres rayos brilla el amor". Todo el mundo cree saber lo que está bien y lo que es verdad..., y la belleza se tornó camino olvidado. En todas partes la fealdad asoma goteando su pobredumbre. La verdad y el bien parecen ser puertas cerradas para el hombre de nuestro tiempo. Quizás sólo después de limpiar la mirada podamos recuperar este reino olvidado. Pero, ¿cómo?
La belleza nos detiene, nos para, nos saca fuera de nosotros mismos en éxtasis. Es forzoso detenerse a contemplar alguien-algo bello.
La belleza se renueva en nosotros renovándonos: no podemos encasillarla ni encasillarnos en la belleza-temporal que fue vista una vez y para siempre. La belleza-eternal nos llama a trascender el "una vez para siempre" porque necesitamos andar con ella siempre, no una vez, sino, muchas veces, que es lo mismo que decir todas las veces.
"Comienza contemplando -aconsejaba ya Platón- primero los objetos bellos-de-ver, sigue con los cuerpos-humanos hermosos, y luego con las ideas (visiones arquetípicas)". San Juan de la Cruz llamaría a esto ir de las criaturas al Criador. San Francisco iba del uno al otro después de contemplar el cielo desde la tierra: Criador y Criaturas contempladas en el amor-unión.
Esto lo salva todo, nos libera de las ataduras espacio-temporales que por sí mismas no explican nada. Este instinto de distinción de la belleza que todos tenemos es el conocimiento divino implícito en nosotros mismos. Incluso podríamos decir que es Dios mismo, porque todo es en él, por él y para él. Dios es real, vivo, y todo lo vivo vive de él. Acaso un día nos asombraremos al descubrir algo que no entendemos pero que podemos escribir: "Sólo Dios es real y vivo. Yo soy Dios, no soy yo". Ese es el verdadero acto de humildad.


¿Hace falta acaso discutir acerca de verdades nominales? ¿Hace falta acaso discutir de bondades morales? El brillo del amor es la belleza. Brillemos como el Sol, nada más bueno y verdadero que su luz.
¿En qué consiste el encanto de todo ser? Resulta difícil expresarlo, pues el encanto no se define. Es una cierta presencia de la persona más allá de sus límites, como la irradiación de ciertos rostros puros. Consiste también en una cierta facilidad de los gestos, de las palabras, de las obras, de las conductas, incluso las más sacrificadas, que hace que lo que constituye un ser parezca un juego divino, brotado de él sin esfuerzo y por comunicación con la fuente del Bien. Un ser que nos encanta hace desaparecer las contracciones, los pliegues, las retiradas, los temores ante el peligro, el miedo a los otros; más aún, quizás hasta el miedo que tenemos de nosotros mismos. Nos desata, nos libera del peso interior; con ello nos vuelve disponibles para una llamada más alta, la de Dios, que debe poseer, en el más alto grado imaginable, el atributo que llamamos, en lengua humana, el encanto: no cabe duda de que no es posible ver a Dios, «aunque fuera un instante», sin saltar fuera de nosotros mismos, atraídos, aspirados por su Belleza. Jean Guitton, El genio de Teresa de Lisieux.
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